
Neutralizar a Dos: Cómo Irán e Israel Son Llevados Juntos al Altar del Capital
Renan Guevara Serrano
Candidato a Doctorado en Estudios Estratégicos
Lo que está ocurriendo entre Irán e Israel no es una erupción espontánea del caos, sino una operación meticulosamente planificada. Israel, con el respaldo incondicional de Washington, ha lanzado ataques masivos que han devastado centros de investigación nuclear, infraestructuras críticas y viviendas civiles. No se trata de autodefensa. Son asesinatos selectivos. Y sin embargo, el coro mediático en Occidente insiste en vestir esta agresión con el ropaje del “choque de civilizaciones”o “el programa nuclear de Irán”.
No es una guerra en sentido estricto. Es una campaña de desmantelamiento, diseñada no para vencer a un enemigo militar, sino para quebrar la columna vertebral de un Estado soberano. Irán es castigado no por lo que hace, sino por lo que representa: una resistencia relativa, incómoda, al orden neoliberal regional dirigido desde Tel Aviv, Riad y Wall Street. Israel tampoco sale indemne. También sangra, también se desgasta. Porque en esta dinámica, la destrucción es un negocio. Cuanto más se arruina, más rentable se vuelve la reconstrucción… bajo condiciones impuestas, claro.
No se trata de ideología, religión ni seguridad. Se trata de capital. Los misiles abren paso a los contratos. Tras los bombardeos llegarán los tecnócratas, los fondos de inversión, los bancos del Golfo. No vendrán con tanques, sino con memorandos de entendimiento. Habrá promesas de “ayuda” y “modernización”, pero el precio será la subordinación económica, la pérdida de autonomía, la reconversión forzada. En nombre de la estabilidad, se sembrará dependencia.
Y eso, conviene decirlo con claridad, no es un accidente. Es el guión. Lo han hecho antes, y lo volverán a hacer. La tragedia es que muchos aún lo llaman paz.
El 12 de junio, Israel -armado hasta los dientes, financiado sin condiciones y diplomáticamente blindado por Washington- lanzó una ofensiva aérea masiva bajo el nombre de “Operación León Naciente.” Más de cien objetivos en Irán fueron alcanzados: instalaciones nucleares, fábricas de misiles balísticos, y las viviendas de altos mandos del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica. No fueron actos de defensa. Fueron ejecuciones extrajudiciales. Entre las víctimas hubo científicos nucleares y líderes militares, figuras centrales de la soberanía iraní frente a un orden internacional estructurado para mantener la supremacía occidental.
La respuesta iraní no fue un arrebato irracional, sino el ejercicio legítimo y calculado de su derecho a la autodefensa. Teherán ha estado ejecutando una ofensiva precisa y cuidadosamente calibrada con misiles y drones, que no sólo desbordó los sistemas de defensa israelíes, sino que logró lo impensable: perforar la tan glorificada Cúpula de Hierro y golpear con fuerza zonas estratégicas en pleno Tel Aviv. Fue una operación quirúrgica, no simbólica, que demostró capacidad técnica, soberanía operativa y voluntad política.
Pero esto no es un caso de destrucción mutua asegurada. No es locura. Es cálculo. Lo que se está llevando a cabo es una desestabilización meticulosamente gestionada. Irán no está siendo derrotado: está siendo atacado por negarse a arrodillarse. No es su amenaza nuclear la que enfurece a las potencias occidentales, sino su negativa a convertirse en otro Estado cliente y ejercer su soberanía.
En esta campaña no se busca la paz, ni siquiera la victoria. Se busca el colapso. La “reconstrucción” llegará después, ofrecida como caridad neoliberal por los mismos actores que financiaron la destrucción. Y si los iraníes se resisten a ser domesticados, serán presentados como fanáticos o terroristas. Es un guión viejo. Lo han hecho antes.
Llamar “incontrolable” a la actual escalada es confundir el escenario con el guión. Esto no es una crisis que se desborda; es la ejecución milimétrica de una estrategia. Y no fue concebida ni en Teherán ni en Tel Aviv, sino en los despachos de estrategia occidental y las oficinas de corretaje financiero del Golfo. La devastación que hoy azota tanto a Irán como a Israel no es producto del caos, sino de un agotamiento planificado. Ninguno de los dos Estados está siendo “derrotado” en el sentido clásico. Ambos están siendo drenados, desarmados, debilitados, no mediante diplomacia, sino mediante desgaste.
Esto no es una guerra para ganar o perder. Es una guerra para erosionar, hasta hacer desaparecer, los últimos vestigios de soberanía militar efectiva en Asia Occidental. Irán no se está colapsando: está siendo empujado, paso a paso, hacia un “nuevo orden regional” no impuesto por la razón, sino por la promesa condicionada de reconstrucción.
Las monarquías del Golfo -Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Qatar- se han presentado ante el mundo como las nuevas “fuerzas de moderación” en el conflicto. Se ofrecen como mediadores imparciales, gestores de reconstrucción y garantes de estabilidad regional. Pero sería ingenuo -o deliberadamente ciego- tomar este gesto por filantropía. Lo que se anuncia como ayuda es, en realidad, inversión estratégica. Quien financie la reconstrucción de la infraestructura iraní o la rehabilitación del sistema de defensa israelí no estará prestando asistencia: estará comprando acceso, moldeando políticas y asegurando subordinación.
Estas no son donaciones. Son apuestas geopolíticas con retorno esperado. Los fondos soberanos del Golfo -entre los más grandes del mundo- ya han sido movilizados en otras zonas devastadas, desde Siria hasta Gaza, siempre con condiciones. Hoy, frente a una región extenuada por el fuego cruzado y las sanciones, los contratos de “reconstrucción” se convierten en los nuevos instrumentos de dominación.
El Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo no actúa como un cuerpo de paz, sino como un consorcio de intereses. Quienes se integren a sus esquemas financieros lo harán a costa de su soberanía. El proyecto no es reconstruir para liberar, sino reconstruir para domesticar.
El Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo no actúa como un cuerpo de paz, sino como un consorcio de intereses económicos y estratégicos. Quienes se integren a sus esquemas financieros lo harán a costa de su soberanía. El proyecto no es reconstruir para liberar, sino reconstruir para domesticar. Lejos de consolidarse como una fuerza de paz, el Consejo opera como el fideicomisario de una dependencia regional cuidadosamente administrada. No necesita desplegar tanques; le basta con licitaciones. Así es como se neutraliza la soberanía en el siglo XXI: no con cañones, sino con contratos.
Frente a esta maquinaria, los BRICS -en particular Rusia y China- ofrecen una alternativa incipiente, aún limitada, pero históricamente significativa. Mientras Occidente disfraza el saqueo como “reformas estructurales” y los Estados del Golfo se presentan como filántropos de posguerra, Pekín y Moscú han promovido principios básicos de respeto a la soberanía, no-intervención y desarrollo mutuo. La Iniciativa de la Franja y la Ruta, plantea una lógica distinta: integración sin destrucción previa. Cooperación sin bombardeos como prólogo.
Pero el enemigo es persistente. Ya no se requieren tropas de ocupación ni planes del FMI: basta con la penetración del capital especulativo. Aquí es donde actúa el verdadero arquitecto de la dependencia: el Capital Financiarizado Global. Una vez agotadas las capacidades militares de Irán e Israel, ese capital se desplegará, no como gesto de paz, sino como instrumento de domesticación. Lo que no logró la guerra, lo impondrá la deuda. La política exterior se redactará, no en nombre de la dignidad nacional, sino al ritmo de los mercados.
Incluso Gaza, durante décadas símbolo moral de la dignidad árabe, está siendo transformada. Ya no como bandera de resistencia, sino como activo financiero en el portafolio de las monarquías del Golfo. La “reconstrucción” será financiada por Riad, Doha o Abu Dabi, pero no como acto de justicia, sino como inversión con retorno. Si Israel acepta integrarse a la lógica del capital, Gaza no será liberada: será explotada.
En este contexto, China y Rusia representan -con todas sus limitaciones- una contención parcial al despojo globalizado, una resistencia estructural al poder de los bancos y los fondos. No se trata de idealizarlos, sino de reconocer que, en un mundo donde los contratos reemplazan a la soberanía y las bombas preparan el terreno para BlackRock, cualquier atisbo de orden alternativo merece ser defendido.
Esto no es paz. Es pacificación. Y no se impone con drones ni tanques, sino con calificaciones crediticias y garantías de liquidez. El objetivo no es resolver los conflictos de la región, sino volverlos manejables, previsibles y, en última instancia, rentables.
Estamos presenciando el acto final de una operación largamente preparada. El modelo de resistencia en Asia Occidental no está siendo debatido ni reformado: está siendo desmantelado de forma sistemática. La ilusión de disuasión mutua -invocada durante años para explicar la tensa estabilidad entre las potencias regionales- se ha derrumbado. Lo que queda es una convergencia controlada: los dos últimos Estados de la región capaces de sostener una resistencia militar autónoma -Irán e Israel- están siendo neutralizados al unísono. No porque compartan valores, sino porque representan, de distintas maneras, un obstáculo al nuevo orden post-soberano que se está imponiendo en la región.
Esto no marca el fin de la guerra, sino el comienzo de una paz gerenciada, donde la violencia abierta es sustituida por un orden tecnocrático diseñado para preservar la arquitectura de poder. El vacío dejado por unas fuerzas armadas exhaustas no será llenado por movimientos de liberación ni por diplomacia desde abajo, sino por burócratas financieros, organismos multilaterales y empresas privadas con contratos en la mano. La autonomía estratégica de Irán está siendo progresivamente erosionada bajo la presión de sanciones, aislamiento y promesas condicionadas de reconstrucción. Israel, por su parte, no está siendo derrotado por la resistencia árabe, sino humillado por la caída del mito de su invulnerabilidad militar, y contenido -no por principios- sino por el capital del Golfo, que va a exigir estabilidad para proteger sus inversiones.
Ambos Estados están siendo rediseñados para ajustarse a un nuevo marco regional donde la moneda de cambio no es la legitimidad ni la autodeterminación, sino la liquidez. La región no se encamina hacia una reconciliación basada en justicia, sino hacia una recalibración funcional al mercado: una paz de gestoría, no de principios. En este nuevo paradigma, la soberanía es tolerada sólo si no interfiere con los flujos de capital. Y quienes se resistan, serán marginados. O reconstruidos.
La llamada “influencia” de Estados Unidos en este conflicto no responde a intereses nacionales ni a principios democráticos. Es, sencillamente, la extensión práctica del poder del capital financiero global, que utiliza a Washington como su ejecutor político y militar. No hay ninguna decisión que se tome en nombre de la justicia, la legalidad internacional o la paz. Lo que se impone es un sistema en el que el bombardeo prepara el terreno para el contrato, y la devastación garantiza la obediencia.
En este esquema, las monarquías del Golfo ya no son simples beneficiarias del paraguas militar estadounidense: se han convertido en cómplices activos y codiseñadores del nuevo orden regional. Arabia Saudita, Emiratos y Qatar no están “equilibrando” el poder regional, lo están capitalizando. Su papel es claro: ofrecer reconstrucción a cambio de subordinación, comprar influencia con licitaciones, imponer condiciones políticas mediante inversiones. Están reconfigurando su lugar en el sistema mundial no como actores soberanos, sino como administradores regionales del capital transnacional. En un mundo que se encamina hacia la multipolaridad, el Golfo ha decidido no desafiar el orden existente, sino convertirse en su gerente regional.
Al mundo se le dirá que esto es paz. No lo es. No es reconciliación. Es un reinicio. Y no concebido en Teherán o Tel Aviv, sino en Davos y Dubái. Quienes lo diseñan no hablan el lenguaje de la justicia, de la dignidad ni de la liberación. Hablan únicamente en la lengua fría y precisa del análisis costo-beneficio y del retorno de la inversión futura.
Y ese, desde el principio, fue el plan.